El 20 de septiembre de 2003, Gustavo Petro aterrizó en el aeropuerto de Miami. Ese día terminaba oficialmente el verano. Era su primer viaje a esta ciudad. Desconozco si ya había estado en otra de Estados Unidos. Venía a reunirse conmigo para entregarme unas grabaciones del jefe del paramilitarismo Carlos Castaño y explicarme el siniestro desenlace de lo que entonces se conocía como “el 8000 de los paras’’. El 8000 de los paras era un expediente que contenía centenares de documentos de la contabilidad clandestina de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), un grupo terrorista de ultraderecha que infiltró los tres poderes públicos del país al más alto nivel, relató el periodista Gerardo Reyes en Univisión Noticias.
La contabilidad había sido confiscada principalmente en dos allanamientos de la fiscalía, uno en un parqueadero de Bogotá y el otro en la sede de una fundación en Montería, la capital del departamento de Córdoba, que dirigía la hermana de Castaño. Se le llamaba el 8000 en alusión al expediente famoso de la filtración de dineros del Cartel de Cali en la campaña de Ernesto Samper que llevaba ese número de radicado.
A sus 43 años Petro era el congresista que mejor conocía las entrañas del paramilitarismo. En agosto de ese año había hecho un famoso debate de las complicidades de la clase política y las AUC. Me quería hablar además de cómo la Universidad del Sinú, en Córdoba, había sido tomada por los paras. Por esos días estaba indignado. Se había enterado de que las pruebas contables de las AUC habían desaparecido en la fiscalía, y que los principales funcionarios de la entidad que investigaron el caso habían tenido que salir del país amenazados de muerte.
Yo trabajaba entonces para El Nuevo Herald y The Miami Herald. Una buena parte de los reportajes investigativos que publicaba sobre Colombia se los debía a la autocensura del país. Sucedía que las fuentes a quienes les cerraban las puertas en los grandes medios colombianos por lo que sus denuncias implicaban a personajes cercanos a los dueños, políticos consentidos o grandes anunciantes, llamaban al Herald. Al principio me encargaba de los temas por mi cuenta. Luego empezamos a intercambiar información con mi colega y amigo Gonzalo Guillén a quien invité a trabajar como corresponsal del diario en Colombia.
No recuerdo si recogí en mi carro a Petro en el aeropuerto o en el hotel. El caso es que después de un breve diálogo de bienvenida, y cuando ya habíamos abandonado la autopista I-95 para entrar al centro de la ciudad, lo vi muy concentrado mirando por la ventana. Debían ser como las tres de la tarde. Petro iba prácticamente con las narices pegadas al vidrio ensimismado. En un momento dado se volteó y me preguntó en su tono impasible, arqueando las cejas, dónde carajos está la gente. “Es que parece un pueblo fantasma’’, comentó.
Los miamenses adoptados estamos familiarizados con esa sensación del visitante primíparo, más marcada en esos años en los que la ciudad del sol vivía en la sombra. Restaurantes, centros comerciales, bares, estaban enclaustrados en moles de cemento con aire acondicionado y parqueadero subterráneo. Con un promedio de dos o tres automóviles por familia y un transporte público modesto, difícil ver peatones por las calles.
Hicimos la entrevista en el estudio de mi casa. Noté que Petro, que no es una persona muy emotiva como se sabe, desahogaba de una manera peculiar sus emociones. Cada vez que me comentaba un dato dramático de su historia, soltaba una patadita involuntaria que terminaba golpeando una silla desocupada cercana a él. A veces también alcanzaban a tocar las patas de mi sillón. Lo debían llamar Gustavo Potro, le comenté a mi esposa al final del día.
Conservo las notas de esa entrevista. La denuncia estaba muy bien documentada. Lo que me contó se lo puedo donar a un biógrafo. Me pareció comprensible que como sospechaba que lo tenían chuzado era más conveniente una reunión personal. En cuanto a las grabaciones que traía, tuve que decirle con un poco de pena que ya las tenía. Me las había hecho llegar una fuente que estaba fuera de Colombia y con quien me comunicaba una vez a la semana. Las conservo todavía. En una de ellas Castaño, que si estuviera vivo y confesando no alcanzarían los archivos de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) para judicializar sus asesinatos, le declamaba desde el Nudo de Paramillo un poema de amor de Mario Benedetti a una estudiante de comunicación.
Petro me dijo que una de las razones que lo animaron a reunirse conmigo había sido la publicación en el Herald en marzo de 2001, dos años antes de la entrevista, de los detalles de la contienda de moda en ese momento: Sindicato Antioqueño vs. Jaime Gilinski. El artículo revelaba episodios que no habían salido en Colombia, motivo autocensura. Me dio la impresión de que había una buena relación entre el político y Gilinski.
Lea completo aquí
+ There are no comments
Add yours