El difícil trayecto de migrantes venezolanos en su recorrido terrestre para llegar a Chile
Para alcanzar una vida nueva en Chile primero hay que sortear la muerte
Por Isayen Herrera | José Francisco Montecino | Daniel Contreras
armando.info
Entre picos nevados, volcanes y salares, el árido altiplano andino sirve de prueba máxima para los caminantes venezolanos que intentan llegar desde Bolivia a la soñada prosperidad chilena. El campo traviesa lo hacen casi a solas, más a merced que con ayuda de unos ‘coyotes’ desalmados. Para quienes logran la meta y entran al pueblito de Colchane, después de completar la hazaña de atravesar América del Sur, no cesan las dificultades: además de una hosca recepción y el sometimiento a trámites a veces vejatorios, una ley amenaza ahora con deportarlos. Sus testimonios de valentía y horror merecen ser conocidos.
El 28 de enero de 2021, en la noche, Isabel Roa no paraba de llorar en medio del desierto, en el norte de Chile. Iba agarrada de las manos de sus dos hijos varones, de seis y siete años de edad, y también llevaba a su mascota, una perrita embarazada, además de su desconsuelo. A su lado, su esposo intentaba seguirle el paso con el peso de dos maletas y un morral sobre la espalda. No estaban solos. Otros 96 venezolanos iban con ellos, aunque les fueran desconocidos. Una veintena eran mujeres y hombres mayores de 60 años; alrededor de 40, niños.
A las cinco de la tarde de ese día, los venezolanos habían empezado a cruzar la frontera entre Bolivia y Chile desde el pueblo de Pisiga, en el departamento boliviano de Oruro. No sabían entonces que estaban por atravesar un punto álgido de una de las fronteras más calientes de América del Sur, donde el tráfico de drogas y el contrabando de carros robados se han hecho fuertes. Tampoco sabían que estarían a casi 4.000 metros de altura sobre el nivel del mar, un altiplano seco y árido, escaso también de oxígeno, donde el sol quema y pica en la piel durante el día, pero que en las mañanas y en las noches se congela con temperaturas bajo cero. El viento revienta en los cuerpos de quienes deciden atravesarlo. Hasta el más sano y joven colapsa por hipotermia o la falta de oxígeno.
Desconocían todo.
Iban guiados por cinco coyotes: un boliviano y cuatro venezolanos que no pasaban, ninguno, de los 30 años de edad. Caminaban a paso acelerado, tratando de seguir a los guías, sin saber dónde pisaban. Les cayó la noche en medio del desierto.
El llanto de Roa comenzó al escuchar que la gente pedía ayuda en la oscuridad. El grupo iba disminuyendo cuando algunos de sus integrantes caían en huecos de la senda en el desierto y no podían recobrar el equilibrio a tiempo, como si fuera un juego de descarte. Sus maletas caían cuando tropezaban con los cactus, pero debían decidir entre perseguir a los coyotes para no perderse o salvar sus pertenencias. Algunos no podían respirar en la altura. A esos les vencía la falta de oxígeno y ya no podían ni pedir ayuda. Se fueron quedando en el camino.
Ella no quería soltar a sus hijos en medio de la penumbra. Temía perderlos. Los coyotes ni aflojaban el paso ni permitían que se prendieran celulares o linternas. La orden era simple y terrible: silencio y oscuridad para evitar que la policía chilena los viera.
El resto de la familia de Isabel Roa se quedó en Perú: hermanos, sobrinos y su mamá. A esta última -que tiene 58 años y una insuficiencia renal- la podía visualizar en las voces de las otras mujeres que formaban parte de su caravana clandestina. Por el temor a que se perdiera en el altiplano andino, la dejó en Perú. Ya una vez instalada en Chile, mandaría por ella, su hermana y sus sobrinos.
Los quejidos se iban apagando en el camino y no supo más de quienes los proferían. Los coyotes en su carrera no tuvieron clemencia con los rezagados y los rendidos, a pesar de que estos, como todos los de la incursión, les habían pagado 100 dólares por cabeza para que los condujeran hasta la tierra prometida: Chile.
Iquique o la incertidumbre con salitre
La emigración venezolana no para de caminar desde hace cuatro años. Tampoco de ser noticia. A pie parecía esforzado, pero factible, alcanzar la vecina Colombia. Y, sin embargo, los venezolanos no se quedaron allí. Bajan y bajan más al sur. Buscan dónde estabilizarse. La pandemia los volvió a movilizar en esta búsqueda que se torna cada vez más peligrosa.
Caminando ya alcanzan Chile, el país más apartado del Cono Sur, un territorio extenso y aislado por la cordillera de Los Andes, pero que desafía a los venezolanos a superar sus barreras orográficas a cambio de la promesa de un mejor nivel de vida como premio.
Hasta el año 2017, quienes se atrevían a entrar de forma ilegal a ese país eran bolivianos, colombianos, cubanos y dominicanos. Ahora el tránsito ilegal lo protagonizan los venezolanos, sobre todo. Según datos de la Policía de Investigaciones de Chile, en 2019 entraron al país 3.333 venezolanos por pasos informales y, en 2020, otros 12.935. En un año el número se cuadruplicó, no a pesar de la pandemia, sino acicateado por ella.
Para llegar a Santiago de Chile desde Venezuela, tomando buses y atravesando caminos ilegales, los migrantes gastan, en promedio, unos 450 dólares americanos. En grupos de Whatsapp y Facebook se ofertan las rutas que deben seguir y los trocheros que se cotizan más baratos. Quienes cruzan, como pioneros o exploradores, avisan a sus pares sobre los caminos que deben evitar y los peligros que habrán de enfrentar.
Pero esta gente no llega por goteo y distribuida en los días. Puede llegar en aluvión. De hecho, en febrero de este año se vivió una suerte de colapso. La llegada masiva de inmigrantes a la población de Colchane, una comuna en Chile con apenas 1.600 habitantes y un solo dispensario de salud, perturbó al pueblo y llamó la atención de todo el país. Ante la llegada masiva de venezolanos, los servicios del poblado se vieron rebasados y los habitantes se asustaron por la llegada. Unos llegaban contagiados, otros con enfermedades crónicas de larga data no atendidas desde hace mucho tiempo; la mayoría, sin dinero.
Para el momento de ese colapso, Roa ya había dejado Colchane atrás. Estaba en Iquique, una ciudad costera en el norte de Chile, al oeste del desierto de Atacama, a 1.758 kilómetros de distancia de Santiago de Chile, su meta. Precisamente para que la dejaran llegar a la capital cumplía una cuarentena en Iquique, junto a su familia.
Recuerda que el 10 de febrero unos funcionarios del gobierno chileno en Iquique empezaron a llamar a las personas que viajaban solas para sacarlas del refugio. Luego se enteró de que fueron los primeros deportados del país. Formaron parte del vuelo de las Fuerzas Armadas chilenas en el que unas 138 personas, en su mayoría migrantes venezolanos, fueron enviados a su país de origen, por incumplir con las leyes migratorias chilenas.
«Estamos en presencia del primer vuelo que sale desde el norte (de Chile) y da cuenta de un proceso de expulsión, en su mayoría personas que ingresaron de forma clandestina hace menos de tres meses», declaró en ese momento Rodrigo Delgado, ministro del Interior de Chile.
La deportación marcó un giro extremo de la política oficial del gobierno de Sebastián Piñera frente a la creciente inmigración venezolana, que primero llegaba en avión y con algún dinero, luego en bus y finalmente, a pie y pobre. Con esa misma degradación, la recepción oficial fue pasando de la bienvenida cauta al rechazo.
En 2018, el presidente Sebastián Piñera ordenó la activación de una visa democrática, una residencia temporal de un año que podía ser renovada por 12 meses más. Pero la pandemia forzó la suspensión del trámite. La interrupción no disuadió a muchos migrantes, que decidieron aventurarse de forma ilegal.
En 2019, los migrantes venezolanos residenciados en Chile llegaron a 447.756 personas. En tiempo récord pasaron a representar 30% de la población extranjera registrada. Pero a la vez se convirtieron en la población ilegal más numerosa.
Comala, Chile
En Chile, el camino desde la frontera a la capital es muy solitario. Para colmo, la poca ayuda que podría estar disponible no está al alcance de nadie. Si alguien se detiene a ayudar a los caminantes, el gesto le podría salir muy caro. Lo pueden multar, decomisar su automóvil y hasta acusarlo de tráfico de personas. Es la ley.
Sin embargo, ya dentro de Chile, hay taxistas o dueños de buses que ofrecen llevar a los migrantes hasta Antofagasta -ciudad portuaria y capital regional en un área minera del desierto de Atacama, al norte de Chile- por 60.000 pesos, unos 86 dólares. Los ilegales solo deben llenar unas formas que los hacen pasar por mineros. Por otros 50.000 pesos (71 dólares) el aventón los lleva hasta Santiago de Chile.
Quienes no tienen dinero y tampoco quieren autodenunciarse –un mecanismo que se usa para admitir la infracción y optar por una exención para que evalúen el caso individual y regularizar su estatus migratorio- solo caminan, piden cola y pasan semanas durmiendo en calles y carreteras.
Roa y su familia salieron de Venezuela en agosto del año 2018 desde Carúpano, estado Sucre, en el extremo nororiental del país, es decir, el rincón de la geografía venezolana más lejano de Chile. La escasez de comida, de medicinas y la hiperinflación los arrojaron a lo desconocido.
Su objetivo siempre fue llegar a Chile. Pidieron la cita ese año a la embajada chilena, pero nunca tuvo respuesta. Se quedaron en Perú por un tiempo para tratar de ahorrar dinero. Emprendieron un negocio de comida que no tuvo éxito. Nunca consiguieron ahorrar y el dinero les alcanzaba para nada más que no fuera pagar alquiler y comprar comida. Pidieron una segunda cita a la embajada de Chile en el año 2019. Tampoco procedió. Y llegó la pandemia del Covid-19. Fue cuando optaron por aventurarse de nuevo.
Luego de cinco horas caminando, 15 personas del centenar de expedicionarios de su grupo fueron las que alcanzaron Colchane de noche. Les dio la bienvenida un letrero que proclamaba: “No queremos más venezolanos”. En la tierra prometida de Chile se registraban para entonces más de 700.000 contagios y 19.000 decesos por Covid, y seguía fresco el recuerdo de los seis meses del estallido social de 2019-20.
Los recién llegados se refugiaron en una estructura de cuatro paredes sin techo. La familia sacó sábanas y trató de aislarse del frío del piso con cartones. Prendieron una fogata y pasaron la noche.
Les exigieron autodenunciarse. Había que asentar en documentos que entraron de forma ilegal al país. Primero las mujeres con niños, luego los hombres de esos núcleos familiares. Por último, los adultos que viajaban solos. El proceso duró tres días y a su término fueron por fin trasladados desde Colchane a Iquique para cumplir una cuarentena de 14 días en un refugio.
Simultáneamente eran momentos también de angustia para los habitantes de Colchane. No se trataba de que un demonio xenofóbico se hubiera apoderado de todos ellos. Enfrentaban cosas nuevas e inesperadas. Muchos nunca habían visto a un venezolano. Los migrantes que hasta entonces solían ver eran braceros temporales, en su mayoría bolivianos y peruanos. Ahora presenciaban una procesión de desarrapados que parecían espectros; de pronto Colchane se volvía Comala. Los servicios de salud se desbordaron en su exigua capacidad.
El único dispensario de Colchane colapsó. Pasó de atender a 10 pacientes al día, a tratar a 20 pacientes, casi siempre venezolanos. Por lo general no pueden respirar, están descompensados o les atormentan las enfermedades crónicas que no se atienden desde hace mucho tiempo y que los rigores del camino han agudizado.
“No tenemos capacidad para hacer exámenes, los medicamentos son limitados. Tampoco tenemos alimentos. Nosotros, los médicos, les damos nuestra comida cuando tenemos. La comunidad de Colchane es muy reducida y no tenemos nada para ayudar”, hace su balance de carencias Luis Fromentín, un médico local.
Fromentín lleva la cuenta: desde febrero, cuando comenzó a trabajar en el poblado, le ha tocado lidiar personalmente con tres fallecimientos de caminantes. El primer occiso venezolano para el que tuvo que firmar un acta de defunción fue un hombre de 69 años que venía caminando con su esposa y su hijo de 14 años. Les faltaba oxígeno por la altura y vieron a la policía. El hombre corrió asustado para evitar una deportación y sufrió un infarto en el desierto. Su familia, por temor, no buscó ayuda. Estuvieron escondidos por más de una hora en la oscuridad mientras el hombre agonizaba.
El segundo caso: una mujer de 36 años de edad que migraba con su hija de tres, su hermano de doce y sus padres. La mujer comenzó a asfixiarse, se deshidrató y los llamados coyotes no quisieron detener el paso. Sus padres continuaron con la bebé de tres años en brazos para sacarla del sitio, mientras que su hermano se quedó acompañándola hasta que recuperara el aliento. Ningún coyote volvió para orientarlos. La mujer murió en la espera. “Pasaron horas. Había lluvia ese día. El niño caminó para buscar ayuda y los carabineros fueron a rescatarla, pero ya tenía varias horas muerta. Seguro la mató la hipotermia”, cuenta el médico.
El tercer muerto tiene menos historia. O Fromentín no la conoce. El cadáver llegó el 25 de abril sin identificación y sin familiares.
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