Por Jorge Benezra
Armando.info
El Estado chavista ha patrocinado desde hace unos años una especie de gentrificación de la explotación del oro al noreste del estado Bolívar: los mineros artesanales e informales están siendo desplazados para abrir paso a operaciones de escala industrial. Alrededor de El Callao la tendencia adquiere matices de drama social, mientras prosperan alianzas mixtas de autoridades oficiales con sujetos de cuyas identidades y credenciales se sabe poco (excepto de su cercanía al gobierno).
Kerly ha invertido cuatro días en obtener un solo gramo de oro. En ocasiones, para el mismo resultado se puede demorar hasta una semana entera.
En cambio, Domingo obtiene ocho toneladas de oro al año (según cifras de 2018). Equivale a casi 22.000 gramos por jornada, prorrateando aquel tonelaje entre los días del año.
La diferencia de magnitudes, quizás evidente, radica en que Domingo es la empresa Domingo Sifontes, un complejo integrado por seis plantas procesadoras de oro. Mientras, Kerly es una joven de 34 años, bionalista de profesión, que hace cinco años decidió abandonar su carrera y, junto a un grupo de amigas, aventurarse en la búsqueda de fortuna en las minas del sur de Venezuela.
Ambos, Kerly y Domingo, trabajan avecindados. Kerly extrae el oro de manera artesanal en las cercanías del complejo minero que se ubica en la parte alta del pueblo de El Callao, corazón de la cuenca aurífera más conocida de Venezuela. Mineros como Kerly y sus amigas tienen prohibido acercarse más al perímetro del complejo industrial. Las zonas de mayor riqueza mineral, como esta donde se ubica el Domingo Sifontes, están custodiadas por la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) y la Dirección General de Inteligencia (DGCIM), que muchas veces los corren o amedrentan.
“Aquí tenemos que luchar ahora por nuestro saco de tierra”, contesta Kerly con una sonrisa, cuando se le cuestiona sobre los grandes negocios corporativos que se gestan allí mismo, detrás de las minas. Sus compañeras asienten en silencio.
Cuando se piensa en la fiebre del oro que se ha esparcido en la Guayana venezolana, al sur del río Orinoco, suelen venir a la mente imágenes de una marabunta de mineros más o menos organizados, cazadores de fortuna que acuden en horda a sacarle provecho a la bulla más reciente.
Pero en el estado Bolívar, en particular en el territorio de los municipios Piar, Roscio y El Callao que corresponde al Arco Minero del Orinoco, la imagen es otra. Emprendimientos de escala industrial, propiedad directa del Estado, o mixtos con algún grado de alianza entre privados y las autoridades estatales, conforman el nuevo panorama.

Cuando en 2011 el presidente Hugo Chávez decidió nacionalizar las minas, el Estado venezolano se hizo con el control de grandes multinacionales como Crystallex, Rusoro Mining, Mineria MS Ca, Promotora Minera de Guyana y Gold Reserve Inc.
“Tengo aquí las leyes que permiten al Estado explotar el oro y todas las actividades relacionadas con él (…) Vamos a nacionalizar el oro y vamos a transformarlo, junto con otros elementos, en reservas internacionales, porque su valor continúa creciendo”, anunciaba entonces Chávez en una llamada telefónica al canal del Estado, como era su costumbre.
Sin embargo, el plumazo presidencial no resolvió el asunto de la llamada pequeña minería. Por multitudinaria, la minería artesanal conserva una cierta aura social; pero, por depredadora, absorbe buena parte del costo reputacional endosable a los daños ambientales que la minería causa en el pulmón de la Orinoquía. De más está decir que el chavismo optó por lidiar con esa pequeña minería desde una postura, cuando menos, ambigua.
El 5 de diciembre de 2017, ya bajo el gobierno de Nicolás Maduro, se emitió un decreto que delimitaba 23 zonas, con una superficie total de 3.400 kilómetros cuadrados, donde se permitiría la extracción minera. De las veintitrés zonas, dos estarían destinadas para la extracción de diamantes, y las restantes 21 al oro. Pero algunas áreas, a su vez, fueron asignadas a grandes empresas mixtas, constituidas ad hoc entre el Estado venezolano e inversionistas privados.
Fue así como quedaron a cargo empresas como Faoz, de la extracción de coltán; Afridiam, de la República Democrática del Congo, de la extracción de diamantes; o la italiana Bedeschi en Italia, la china Yankuang Group, o las canadienses Barrick Gold Corporation, MEP International Inc. y Gold Reserve, de la explotación del oro.
En el primer semestre de 2018, el entonces ministro del Poder Popular para el Desarrollo Ecológico-Minero, Víctor Cano, anunciaba la llegada de la era de “las plantas mineras con tecnologías innovadoras, que desplazan el uso de mercurio y con las que se reciclarán arenas residuales del proceso aurífero acumuladas históricamente”. Pero eso no ocurriría en detrimento de los mineros quienes, de acuerdo a Cano, serían socios formales y parte fundamental de estas alianzas
Pero con el tiempo las palabras no se transformaron en hechos. Han quedado enfrentados dos modelos, contrapuestos y excluyentes: industria contra mineros artesanales. Al momento de la llegada de los inversionistas, los locales se ven excluidos de los beneficios que ofrece su propia tierra, al extremo que las empresas foráneas prefieren pactar con grupos de obreros provenientes de otras regiones.
José, un trabajador que labora para la Corporación Venezolana de Minería (CVM), asegura que las compañías privadas, ansiosas por aprovechar la coyuntura, han ocupado el espacio dejado por los mineros informales desarraigados. “Aquí, el minero ha quedado abandonado y el negocio se ha reservado para los amigos del gobierno, a quienes ahora se les conoce como los enchufados“, relata José en la plaza Bolívar de El Callao.
En efecto, muchas alianzas han terminado por conformarse entre el Estado, por lo general representado por la Corporación Venezolana de Minería (CVM), y antiguos allegados políticos, transformados en empresarios, así como contratistas habituales.
El dilema no es solo de escala y de quién será el grupo beneficiado. También de proceso productivo y salvaguardas ambientales.
Hay dos modelos de producción. El de la pequeña minería, de corte más artesanal, recurre al mercurio para la obtención del oro a partir de las tierras excavadas. En esta etapa, las rocas son trituradas en molinos y se deslizan por una banda de mercurio que atrapa las preciadas partículas doradas. Este proceder, de raíces inmemoriales en la región, ha sido el protagonista indiscutible por largo tiempo.
El proceso industrial emplea cianuro, en vez de mercurio, para extraer el oro de la arenilla de los molinos. Es un método más moderno y eficiente que el anterior, pero también más polémico, por los riesgos ambientales que conlleva. “En reiteradas ocasiones, el agua es explotada por las minas en perjuicio de la población, y en ciertas zonas, la contaminación por cianuro y otros productos utilizados en la extracción del oro tiñe el agua” resume José.

La vitrina de la Troncal 10
En ninguna parte como en el noreste del estado Bolívar se hace más evidente el contraste entre los dos modos, y el paulatino reemplazo de uno por otro. En particular, en la carretera Troncal 10, que cruza de norte a sur el estado hasta alcanzar la frontera con Brasil. En algún momento, la vía solía ser escenario de caseríos y pequeños poblados a su orilla. Ahora exhibe una transformación notoria: plantas de procesamiento de oro por cianuración, alianzas estratégicas y molinos, todos ellos integrados en el megaproyecto de minería en el estado Bolívar. En el tramo que va desde la localidad de Guasipati a la entrada de El Callao se observa un movimiento frenético de nuevas obras e instalaciones. Hay plantas industriales de dimensiones colosales. Hay otras que no se ven desde la orilla de la carretera, tierra adentro. Todas delatan el auge que está teniendo el negocio.
Apartando los bombos y platillos con que el régimen de Nicolás Maduro ha remachado sus escasos anuncios sobre el Arco Minero y la inauguración en 2018 del Complejo Domingo Sifontes, el hermetismo es el signo predominante en este boom. A falta de información sobre los actores que el Estado ha involucrado en la industrialización del oro de Guayana, el recorrido de la Troncal 10 y por sectores de los pueblos mineros es la única instancia que permite reconocer las vallas con los nombres de las industrias que han brotado como hongos. Solo en el municipio El Callao alcanzan las 40, entre explotaciones mineras, molinos y recuperadoras. Cada razón jurídica, cada marca, inscrita en los carteles, evoca alguna historia de conexiones políticas e influencia.
Llegando desde Guasipati se pasa por la misteriosa Aurumin, origen de múltiples rumores. Ya en El Callao, en su sector Nacupay, se encuentra la recuperadora Zurisadai, uno de cuyos propietarios es el general de la Guardia Nacional, José Gregorio Almao Barroeta, ex presidente de la gubernamental Misión Negra Hipólita. Otra empresa, Arco Dorado 2, pertenece a Wuilher Torrella, un exfuncionario de la Asamblea Nacional. Todavía en la categoría de mineros independientes aparece Asocipemica, presidida por Maryuliz Marcano, una furibunda dirigente de base chavista.
Fachada de la planta Aurumin en plena Tronca 10, una de las más grandes pero también de las más opacas en términos de producción o quienes son sus dueños. Crédito: Jorge Benezra
Dejando El Callao hacia Tumeremo, más al sur en el municipio Sifontes, se encuentran Guayana Oro, empresa recuperadora en la que los hermanos Ranauro tuvieron sociedad con el contratista zuliano Leonardo Parilli García, asesinado en 2020 en un espectacular ataque sicarial a plena luz del día en una calle de Lecherías, estado Anzoátegui; e Intac, otra recuperadora, está conectada con el Grupo JHS, originario del estado Táchira.
No se cuenta con datos oficiales que revelen con precisión las estadísticas de producción ni la magnitud de las inversiones involucradas en todo este proceso. De lo que hay suficientes evidencias es de que el oro ha cobrado importancia como actividad económica y rubro de exportación. Algunas cifras hablan de que, en 2021, Venezuela exportó 104 millones de dólares en oro, lo que convertía al país ese año en el exportador número 92 de oro en el mundo. En el mismo año, el oro fue la octava en el ranking de mayores exportaciones de Venezuela, según el Observatorio de Complejidad Económica (OEC).
Diversas fuentes locales permiten calcular que hay alrededor de 32 plantas recuperadoras y alrededor de 129 alianzas extractivas en funcionamiento en la zona, que generan una producción estimada de aproximadamente 800 kilogramos al mes. Esta producción, en última instancia, termina por ley en manos de la Corporación Venezolana de Minería (CVM).
La imagen que se proyecta en esta región es la de un territorio en pleno auge minero, pero en la que el protagonismo de la fiebre del oro pasó de lo artesanal a lo industrial, con todo lo que ello implica: el ruido constante de las máquinas, la actividad de obreros y la presencia de infraestructuras de gran envergadura.
Decenas de vehículos de gran tonelaje se afanan en transportar arena, con la que no solo alimentan las plantas recuperadoras sino también los lamentos de los habitantes locales. Gran parte del asfalto ha desaparecido. El constante tránsito ha deteriorado la carretera, tornándola prácticamente intransitable para los vehículos no aptos para terrenos difíciles en épocas de lluvia.
El deterioro de la vía es la oportunidad para algunos. Como unos jóvenes que, herramientas en mano, se encuentran tapando los baches de la carretera. “Si no nos dejan trabajar en las compañías, esto es lo que nos queda para sobrevivir”, dice uno de ellos mientras recibe una propina del chofer del reportero.
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