Por Bram Ebus
Armando.info
Este pueblo indígena casi extinto del Amazonas venezolano tuvo que abandonar sus tierras ancestrales para poner las aguas del Orinoco entre sus jóvenes y los reclutadores de la subversión colombiana. Pero el desplazamiento no les garantiza nada, excepto el deterioro de sus ya pobres condiciones de vida, frente a las tentaciones de las armas y el narcotráfico.
Cuando varios hombres llegaron a la pequeña comunidad indígena de Warekena en un rincón lejano de la Amazonía venezolana, a A.* le ofrecieron trabajo como conductor de una lancha a motor y él aprovechó la oportunidad para hacer algo de dinero.
“Me dijeron que solo iba a trabajar para sostener a la familia”, dice el joven. Recuerda que los hombres lo llevaron a un campamento en la selva, a varias horas de distancia, y ahí vivió durante dos meses. Pero había una trampa.
“Cuando me quise ir ya no podía porque me dijeron que ya me estaba integrando al grupo, que era parte de las FARC [Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia]. Ahí comencé la vida guerrillera”, dice. “Traía la droga de Colombia a Venezuela”, cuenta A. “De Venezuela la distribuyen en aviones”.
El pueblo indígena al que pertenece A., los Warekena, del que solo quedan unos pocos cientos en el estado Amazonas de Venezuela y el norte de Brasil, se encuentra entre los amenazados por el desplazamiento debido a la violencia. La minería ilegal de oro y la presencia de grupos armados se han ido expandiendo a sus territorios ancestrales mientras arrasan con los recursos naturales. La Unesco ha advertido que el idioma warekena podría desaparecer.
Isla secreta
Al principio, la presencia esporádica de los guerrilleros en la pequeña comunidad de los warekena pasó inadvertida. Pero pronto se quedaron y comenzaron a dar órdenes, a controlar quién podía entrar y salir de la zona. Se hicieron cargo de la justicia local y de la aplicación de castigos, que iban desde advertencias hasta la expulsión por delitos como el robo. Imponían restricciones a la pesca y patrullaban la zona con gente armada.
A medida que los guerrilleros se atrevían cada vez más a atraer a los menores indígenas a sus campamentos, unas pocas docenas de familias warekena solo vieron una opción: escapar. El tío de A., F.*, un líder warekena de 55 años, creó un plan. Organizó lo que dijo sería un viaje de pesca comunitaria en el cercano Orinoco pero, en lugar de regresar a casa, el grupo se instaló en una pequeña isla rocosa, una de las cientos que hay cerca de la orilla colombiana del gran río. Bajo un sol por lo general abrasador, los warekena construyeron su propio campo de refugiados.
Una mañana, nublada pero sofocante, F. llevó al reportero a bordo de una canoa por el borde de un bosque inundado hasta que la amarró a un enorme afloramiento rocoso que formaba una isla. A pocos pasos de distancia estaba un refugio temporal que, por ahora, hace las veces de su hogar: una choza improvisada, construida con lonas de plástico verde, bolsas de basura y restos de madera.
Sentado en un tronco, describe cómo su sobrino A. se vio poco a poco atrapado en la vida guerrillera en 2016. “Le agarraron primero de motorista”, dice. “Le dieron comida a su familia, a sus padres. Endulzaron a la familia. Y, finalmente, él se quedó”.
F. ve poco probable que la ocupación guerrillera termine. “No se van a ir”, dice. Sin embargo, añade, dubitativo: “En una parte tiene algo de bueno”.
El grupo guerrillero paga a los maestros, cuyo salario –cuando les llega del gobierno– se ha desplomado. También ayuda con combustible para transportar a los enfermos al hospital y castiga a los ladrones y delincuentes. La esposa de F. está cerca, preparando café en leña, y al escuchar las palabras de su esposo expresa su desacuerdo. “Son malos”, dice, “porque sé que se llevan a los hijos de uno”.
Tres hombres y dos mujeres jóvenes de la comunidad se fueron con los guerrilleros, pero solo A. –sentado al lado de su tío– regresó. Dos años después de huir, las familias subsisten con peces y cultivos que producen en pequeños huertos. La vida en la isla no es fácil, pero F. no está dispuesto a quedarse quieto mientras los guerrilleros arrebatan los jóvenes de la comunidad a sus familias.
“Por eso nos vinimos”, dice.
Tiene una preocupación persistente: su santuario todavía se encuentra en territorio guerrillero. Aún así, ve la isla como un refugio. Pero solo por ahora.
“Mientras yo no haga nada malo, no le tengo miedo a nadie”, confía.
Campamentos guerrilleros, un espejismo de lujo
Para los jóvenes en las zonas rurales de Amazonas, los grupos guerrilleros les ofrecen la ilusión de una vida mejor y los atraen con comodidades poco comunes en sus comunidades. hasta que pasan el punto de no retorno.
“Es como un hotel. Ahí comen la mejor comida”, dice E., un indígena de 30 años del estado Amazonas, que trabajó tanto para los disidentes de las FARC (facción que no se unió al acuerdo de paz entre la antigua guerrilla y el gobierno colombiano en 2016) como para el ELN (Ejército de Liberación Nacional).
E. comparte sus recuerdos con el reportero en un lugar distinto a la isla, que en este texto no se identifica por protección. Relata que pilotó lanchas, transportó tropas, drogas y armas. Sonríe al recordar el campamento donde vivía con otras 100 personas, en casas de madera que construyeron. Había neveras llenas de carne, médicos para atender a los enfermos o heridos y televisión satelital. “Viven relajados viendo películas”.
La relativa calma y seguridad de Venezuela, donde estos grupos no son perseguidos por las fuerzas de seguridad del gobierno, contrasta fuertemente con la vida en Colombia, donde los escondites, construidos de forma improvisada bajo la espesa selva antes de que el sol se ponga, son parte de la rutina diaria.
Pero para quienes están en Venezuela, la buena vida no necesariamente perdura. Los combatientes rotan cada dos meses y algunos son enviados a Colombia, donde viven bajo el mando estricto de comandantes y entre combates. Los reclutas colombianos de la guerrilla también pasan por campamentos venezolanos. “Llegan alegres”, dice E. “Aquí uno vive como un rey”.
Por su parte, A. fue reclutado por las FARC cuando aún era menor de edad y se convirtió rápidamente en combatiente. Fue enviado a Colombia y rotó entre unidades de combate en zonas de conflicto como Guaviare, Arauca y Cauca. Este último, un departamento que queda cerca de Ecuador, a unos 900 kilómetros de la frontera con Venezuela.
A veces, pero con muy escasa frecuencia, ocurren combates en la vertiente este de la frontera, entre las disidencias de las FARC y las fuerzas de seguridad venezolanas. Según A., las fuerzas del gobierno que están en la zona fronteriza “tienen relaciones con la guerrilla, pero los que vienen del centro [del interior del país] llegan y combaten”.
A. pronto descubrió que la buena vida era, más que nada, un espejismo. Cuenta que a veces, luego de haber sido enviado a cobrar impuestos o extorsiones a los mineros ilegales de oro, veía que un guerrillero de alto rango robaba parte del dinero y hacía que A. asumiera la culpa. “Algunos comandantes no dejan que progrese al que le va bien”, dice. “Intentan matarlo hasta que lo matan”.
La membresía en las FARC suele durar toda la vida; en cambio, el ELN permite a sus integrantes abandonar el grupo bajo ciertas condiciones. Sin embargo, el reclutamiento forzado suele ser raro. Con pocas opciones de ganar dinero en sus comunidades, así como de conseguir alimentos, los jóvenes se sienten fácilmente tentados a ir a los campamentos. Eso si sus padres no los han enviado antes. Quienes son reclutados suelen tener alrededor de 15 años, aunque algunos son más jóvenes.
Como en el caso de A. y E., a menudo la incorporación de estos jóvenes al grupo comienza con trabajos ocasionales, como el de navegar en embarcaciones. Entrenan con una pistola falsa de madera durante unos tres meses antes de recibir un arma de verdad.
“En la comunidad tú ves unos pelaítos con fusil de palo”, dice E., usando un coloquialismo colombiano para referirse a los niños. “Desde el más chiquito hasta el más grande carga su fusil de palo, jugando”. Con tres hijos que alimentar, E. dice que en la guerrilla vio su única oportunidad para hacer dinero. “Yo trabajé ahí por necesidad. Por eso es que trabajé con ellos”.
“Casas de drogas en todos lados”
Venezuela no es un productor importante de coca, la materia prima de la cocaína. Pero como vecino de Colombia –el mayor productor de cocaína del mundo–, el país se convirtió en un canal clave para la exportación de ese suministro. También se volvió un centro de procesamiento, con laboratorios de droga ocultos en la selva, donde se produce una gran cantidad de cocaína destinada a los mercados internacionales.
“Eran casas de drogas por todos lados”, dice E. “Son casas donde ellos almacenan las drogas que van para Brasil”.
Los habitantes de Amazonas a veces se despiertan con el ruido de aviones que vuelan a baja altura. Varias fuentes, incluidos funcionarios colombianos, pobladores de la zona que vivieron entre los guerrilleros, y los mismos E. y A., dicen que frecuentemente salen vuelos con cocaína hacia países de Centro y Sudamérica, como Panamá o el vecino Brasil. Según A., los aviones son cargados y abastecidos por la tarde, y despegan alrededor de las cuatro de la mañana. “Ellos andan de noche”.
A E. le tocó transportar cocaína hasta una pista de aterrizaje clandestina a dos horas de su comunidad natal. “El que lleva la droga no es de la guerrilla. La guerrilla está en el puesto, la monta en el avión, la custodia. Los que llevan la droga son los traquetos”, dice, usando un término, también colombiano, que se refiere a los narcotraficantes.
Según los dos indígenas, los laboratorios de cocaína están diseminados por todo el estado venezolano de Amazonas. Cuando se han almacenado grandes cantidades de droga –hasta cientos de kilos–, se ordena la salida de cargamentos, que no siempre van en avión. Los traquetos también realizan largos viajes en barco para pasar la droga a Brasil.
E. perteneció a un grupo de unos 10 traquetos que hacían viajes frecuentes de contrabando. Cuando uno llegaba a su destino, partía otro. Los ingresos de los envíos se repartían entre las disidencias de las FARC y el ELN, antiguos rivales, que ahora tienen un pacto para repartirse las ganancias, siempre según E.
En sus viajes por el río Negro, afluente del Amazonas, hacia la ciudad brasileña de São Gabriel de Cachoeira, lo acompañaban alrededor de ocho guerrilleros armados con fusiles automáticos y, a veces, con uniformes, pañuelos rojos y una bandera roja y negra.
“Una vez llevé un cargamento de 530 kilos”, dice E. “Iba marihuana, iba cristal, como le dicen al perico [cocaína], y varios tipos de mercancías”. Las fuerzas de seguridad venezolanas, agrega, nunca los detuvieron.
En Brasil, grandes organizaciones del crimen se encargan de la droga y la distribuyen a compradores de todo el país, para exportarla al por mayor a Europa y África. Pero E. dice que nunca se reunió con miembros de bandas brasileñas de narcotraficantes . En cambio, afirma, sí entregó droga a oficiales brasileños corruptos.
Antes de que su barco alcanzara São Gabriel de Cachoeira, llegaron tres o cuatro policías uniformados, según E. “Esperan hasta que oscurece para montarlo al otro bote”, dice.
Los medios locales han informado de varios casos de funcionarios policiales brasileños involucrados en el tráfico de drogas en el Amazonas. La región ha experimentado un significativo aumento de las incautaciones de droga y se ha convertido en una importante ruta de tráfico desde la pandemia de la Covid-19.
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