Por M.ª Antonieta Segovia | Joseph Poliszuk | M.ª de los Ángeles Ramírez
armando.info
Se cumple un año del ataque de militares venezolanos contra un campamento de las disidencias de las FARC en territorio del estado Amazonas. La aparición de una mujer ‘jiwi’ entre los caídos reveló al público algo que todavía era un secreto a voces: los irregulares colombianos reclutan a indígenas venezolanos. Un recorrido por distintas comunidades aborígenes permite comprobar los anzuelos, con frecuencia pueriles, que los guerrilleros usan para seducir a los jóvenes y atraerlos a sus filas.
La muerte de una joven de la etnia jiwi en un ataque de la Fuerza Armada venezolana contra un campamento de las llamadas disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en territorio del estado Amazonas hace un año, en febrero de 2021, ofreció un indicio claro no solo de que la guerra irregular colombiana se había desplazado al sur de Venezuela sino, además, de que los grupos armados cuentan entre sus filas con aborígenes reclutados en el sitio.
La operación, denominada precisamente Jiwi por el mando militar venezolano, fue parte de una ofensiva inédita del régimen de Caracas contra las guerrillas colombianas. Apenas un mes más tarde, en marzo de 2021, hubo otro ataque de fuerzas aéreas y terrestres combinadas contra posiciones del Frente 10mo de las disidencias de las FARC -comandado por Miguel Botache, alias Gentil Duarte– cerca de la población de La Victoria, estado Apure, emplazada sobre la ribera norte del río Arauca que hace frontera con Colombia.
La escalada introdujo un elemento nuevo, y no del todo explicado por parte de los voceros del gobierno de Nicolás Maduro, en la tensa situación de la frontera sur de Venezuela, en particular, en las regiones de Los Llanos y Guayana, donde por mucho tiempo el chavismo se ha mostrado indiferente ante la penetración cada vez más patente de la subversión colombiana, cuando no dispuesto a convivir con ella.
En todo caso, la campaña coincidió con las noticias de que las rencillas internas entre las diferentes facciones guerrilleras por el control de negocios ilícitos y territorios se habían transformado en combates, en los que las fuerzas venezolanas parecen estar interviniendo para inclinar la balanza a favor de uno de los bandos. Al menos tres destacados líderes de las disidencias de las FARC, Jesús Santrich, El Paisa y Romaña, fueron asesinados en menos de un año en Venezuela sin que Caracas difundiera una versión oficial sobre esos episodios.
El ataque de febrero de 2021 apuntó a un campamento de la guerrilla en las afueras de la comunidad de Santo Rosario de Agua Linda, una comunidad indígena de 300 habitantes a unos 45 minutos al sur de Puerto Ayacucho, capital del estado Amazonas. Estuvo a cargo de tropas de la 52 Brigada de Infantería de Selva del Ejército, con alrededor de 170 efectivos. Por parte de la Fuerza Aérea, tuvieron su bautismo de fuego los aviones de entrenamiento y de ataque táctico Hongdu K-8W Karakorum adquiridos a China.
Según el parte militar, en el asalto murieron seis personas del campamento, incluyendo a la joven jiwi oriunda de la comunidad Coromoto, ubicada en el eje carretero sur del estado, una vía que desemboca en el puerto de Samariapo, punto de partida para el transporte fluvial hacia los municipios del interior de esa entidad. La muchacha indígena se había enrolado en las filas insurgentes, siempre de acuerdo a la información oficial.
La transformación de la zona, por lo general un punto de interés turístico, en teatro de operaciones de guerra, fue la culminación de un proceso iniciado en 2016.
N.G., habitante de la comunidad vecina de Botellón de Agua Linda, recuerda bien el día del ataque. Fue un domingo a las diez de la mañana, en plena ceremonia religiosa en el salón comunal. Primero se escuchó el sobrevuelo de los aviones, “luego vinieron los disparos y un estallido, salimos a mirar”, relata. Los bombardeos se prolongaron por tres días.
Emiliano Mariño es el capitán o cacique de Santo Rosario, la comunidad afectada por el operativo militar. La economía local depende de la producción de casabe y mañoco, dos preparaciones tradicionales de la yuca. Sus paisanos son jiwi, un pueblo también conocido por los criollos como guahibos, cuyos dominios se extienden desde Los Llanos del oriente de Colombia hasta la margen derecha del Orinoco, en Venezuela.
Apoyado sobre el fogón, mientras remueve los granos de la fibra que se extrae de la yuca amarga para convertirla en harina, Mariño cuenta que los irregulares llegaron en 2016, instalaron un gran campamento en las faldas de la montaña, y allí permanecieron durante cinco años.
“En un principio veíamos a hombres vestidos de militar caminando por las calles de la comunidad a la montaña, pero asumimos que se trataba de militares venezolanos”, dice. La confusión suena verosímil: a escasos cuatro kilómetros del asentamiento indígena, sobre la carretera principal que conecta con Puerto Ayacucho, se encuentra un comando de la Guardia Nacional Bolivariana.
Un día, sigue Mariño, un uniformado que se identificó como miembro de las FARC llegó a su casa. “Nos dijo que necesitaban permanecer escondidos en la selva porque su gobierno los persigue para matarlos, que su presencia no iba a alterar la dinámica de la comunidad y que, por el contrario, nos querían apoyar con la seguridad y que podíamos confiar en que no se iban a meter o abusar de las mujeres, ni con los conucos”, refiriéndose a las parcelas de cultivo de supervivencia de los campesinos.
Y en efecto: transcurrieron cinco años de una convivencia pacífica que solo fue interrumpida por las bombas.
Alistamiento de chamos
El reclutamiento forzoso de menores y de indígenas no es noticia en el contexto de la guerra interna colombiana. Pero en Venezuela nada así se había reconocido. Hasta ahora.
“Aquí hay chamos de hasta quince años que se han ido a trabajar con los guerrilleros”, detalla A.Q., una madre de 23 años que trabaja en un comercio ubicado a las orillas del río Orinoco, en el cruce de chalana que conecta Puerto Nuevo, sector del municipio Atures también conocido como El Burro, con Puerto Páez, en el estado Apure.
Junto a su madre, A.Q. atiende un negocio que se dedicaba a la venta de víveres y alimentos, pero que a causa del aumento del precio de la gasolina subsidiada en Venezuela y las fallas en el suministro en los estados al sur del país, debió mutar a la venta clandestina de gasolina proveniente de Colombia. Una actividad que se ha convertido en fuente de sustento para muchos en la entidad.
“La mayoría de los comercios en El Burro trabajan con contrabando de gasolina. Por ahí pasan los autobuses que vienen de Ciudad Bolívar y de Caicara cargados de vendedores bachaqueros que cruzan a Puerto Carreño a comprar mercancía colombiano al por mayor para luego venderla en Venezuela. Ayer llegaron tres autobuses”, detalló.
La joven madre asegura que en ese paso desde Los Llanos al estado Amazonas “todos conocen quién es quién. Todos sabemos quiénes son la gente del monte”, señala, en referencia a los guerrilleros. “Ellos tratan con uno, con la gente normal, no nos piden vacuna [o cobro extorsivo de protección]. Ellos en su mundo. Pero sí ayudan. Por ejemplo, si una mujer tiene un hijo enfermo y recurre a ellos, le ofrecen apoyo económico”.
Relata que una de sus hermanas tiene 16 años y está embarazada de un muchacho venezolano que se sumó a las filas de la guerrilla. También que una amiga de la infancia trabaja para los hombres en armas.
“A mi amiga se la llevaron a Cabruta [población situada sobre la margen norte del Orinoco, en el estado Guárico]. Allí las mujeres hacen lo mismo que los hombres, cargan armas, montan guardia, lavan, cocinan. Yo no lo haría. En eso es fácil entrar, lo difícil es salir”.
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