Alfredo Coronil Hartmann: El Bolívar lombrosiano

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Alfredo Coronil Hartmann

En España se utiliza el término «recochineo» en el sentido de saña, de fruición en el dañar, en el repujado verbal excesivo y perverso, innecesario. Esa era la impresión que dejaban los refrotes —otra palabrita muy fea— del fallecido héroe del Museo Militar, con la figura y el nombre de El Libertador. La silla vacía y toda aquella cursilería empalagosa y desproporcionada y para rematar, el grotesco Bolívar lombrosiano, patibulario, hecho a la medida para que se pareciese —a como diera lugar— a Chávez, haciendo caso omiso de las iconografías y estudios de Luis Alberto Sucre Urbaneja, Enrique Uribe White, Vicente Lecuna, Albredo Boulton Pietri y algunos más.

Los genealogistas que objetaron a una antepasada de apellido Marín, de supuesta raza quebrada, razón para escatimar a los aristócratas y muy ricos Bolívar, un título nobiliario y que esgrimían «el nudo de la Marín» como un estigma, se habrían caído de bruces al encontrarse con un zambo, que nunca existió como Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios, Ponte y Blanco, según la académica de la historia, Inés Quintero, el hombre más rico de Venezuela.

Pero, en resumidas cuentas, ¿quien era el caraqueño? Un hombrecito menudo, hiperquinético, brillante y poco equilibrado, un genio y ningún genio es normal. El genio es un lujo de la naturaleza, contraviene las virtudes y las habilidades de los hombres comunes, no le podemos pedir que sea un coloso, un titán; y que simultáneamente tenga las virtudes de un tendero laborioso o un notario perfeccionista. No es posible y ambos extremos pueden ser exitosos y hasta necesarios.

El atiborramiento de Bolívar —el real y el falsificado— fue desde un comienzo irritante y absolutamente innecesario. Todos los venezolanos éramos justificadamente bolivarianos, ¡qué lujo para cualquier país haber parido un hombre así!, un hombre que invita a la crítica, a los cuestionamientos, inclusive la duda y emerge de cada exégesis intacto, colosal, magnífico. Su talón de Aquiles, su criptonita es el incienso, el falso tufo de santidad. El hombre es indestructible, déjenlo ser esa inmensidad, esa totalidad, esa perfecta plenitud terrestre y humana, falible, desmesurado: así fue y seguirá siendo.

Pero el ditirambo dulce y cursi, la saturación que crearon sus aúlicos de pacotilla, está pasando la cuenta. La juventud pensante rechaza al híbrido del Santo Niño de Atocha y Súperman —o Spiderman o algún otro héroe de ficción—. Yo me atrevería a decir que la revolución bonita no solo acabó con el signo monetario, otrora prestigioso, tan respetado como el franco suizo, sino que logró quebrar la intangibilidad que el amor del hijo sentía por el padre. Hoy en Venezuela hay antibolivarianos. «Bueno es el cilantro, pero no tanto» decía la sabiduría popular, y eso no es positivo.

Un Bolívar visto en su auténtica dimensión, inevitablemente colosal pero humana, nos hace falta. Las sociedades necesitan símbolos, valores, paradigmas, ideales. Nosotros los tenemos debemos protegerlos y mantenerlos, sin tanto manoseo y utilización abusiva, modelos a imitar y también a superar de ser posible.

Pero también debemos tener antivalores, ejemplos negativos a evitar y neutralizar. La historia sin crítica, sin exploración acuciosa y abierta, termina siendo la celestina útil de los titiriteros que, sin asomo de inocencia, aprovechan el bochorno, la vergüenza nacional que inspira el chavismo para sacarle certificados de buena conducta a muchos «demócratas» que no mantuvieron las manos limpias.

Esa actitud revela una estolidez moral —deplorable y muy peligrosa— : si para algo pueden servir dramas como el que vivimos es para aplicar con serena sabiduría aquel dicho llanero de «no cambiar al malo por el menos pior«. Fomentemos la exigencia, no existen cuotas de decencia, se es o no decente, simplemente, virtuoso o no virtuoso, capaz o incapaz, sin remedio. Que este calvario, esta ordalía, sirva al menos para elevar el nivel de exigencia del colectivo, para sustituir la frivolidad irresponsable y torpe de nuestros electores —no creo que sean ciudadanos— por la formación de un ojo avisado, que distinga al oro del oropel, al hombre de su caricatura inventada por la publicidad y los medios.

Ningún régimen en nuestra historia —si es que los hay en otras— ha alcanzado las cotas abismales que observamos. Si nos limitamos a compararnos con ellos, ningún crimen, ningún saqueo sería punible, hasta los mas voraces parecerían morigerados y hasta considerados con el prójimo, casi seráficos.

Piensen ustedes, simplemente a manera de ejemplo, que una joven, sin profesión conocida, salvo el haber sido vendedora de productos Avon o Stanhome o algo similar, aparezca con un capital del tres o cuatro mil millones de dólares, cuatro billones. Es algo sencillamente impensable, vertiginoso, anonadante. Ese rasante, sin exagerar, exime al género humano, nadie ha sido nunca tan ladrón.

Hoy la atormentada Venezuela tiene, junto a una dirigencia política profesional abyecta —venal y torpe, que se empeña en perdernos— unas nuevas generaciones, muy jóvenes, entre veinte y cuarenta años, brillantes, abnegadas y plenas de coraje, preparar el pase de este mar de los sargazos a ese puerto promisor y abierto. Es la tarea más importante que se debe cumplir: los paños calientes y los compromisos artificiosos y perversos no pueden triunfar. Sería el fin de la patria y la traición más vil a toda la sangre derramada.


Alfredo Coronil Hartmann es un prestigioso escritor, poeta, abogado y politólogo venezolano. Cuenta con una larga trayectoria y un número importante de obras publicadas. Puedes seguirlo en @coronilhartmann

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