Antonio Sánchez García: Acción Democrática | Venezuela
Antonio Sánchez García
«En la medida en que realmente pueda llegarse a ‘superar’ el pasado, esa superación consistiría en narrar lo que sucedió».
Hannah Arendt
Acción Democrática ha sido desde su fundación, en 1941, la columna vertebral de la sociedad política venezolana. Lo venía siendo desde los intentos fundacionales anteriores, esfuerzos alimentados por los miembros más ilustres de la Generación de 1928, pero cuando ella vio la luz, la sociedad venezolana había logrado hacerse por fin con un soberbio, un poderoso instrumento de cambio. No es por azar que el gran historiador Germán Carrera Damas considera a su Deus Ex Machina, Rómulo Betancourt, el padre de la democracia. Esta es una paternidad que honra a Venezuela. Desde entonces, jamás se disociaron sus dos términos nodales: la libertad y la igualdad.
Se trata de una ecuación esencial de la sociedad moderna y su Estado de Derecho, pues el privilegio y supremacía de cualquiera de sus términos se traduce en un daño irreparable a la excelencia de sus logros. El totalitarismo, de izquierdas o derechas, se nutre de la dislocación de ambos términos. Hannah Arendt, en su obra esencial Los orígenes del totalitarismo, lo estableció de una vez para siempre. Sacrificar la libertad en aras de la igualdad: he allí el pecado capital del totalitarismo.
La comunión de destinos entre Acción Democrática y Venezuela se ha asentado, fundamentalmente, en una identidad de propósitos: el socialismo. El igualitarismo no ha sido un atributo externo, internalizado en la sociedad venezolana por la acción deliberada y consciente de sus factores políticos. Ha sido, muy posiblemente, su principal señal de identidad genética. Sólo así se explica que los dos máximos próceres de su Independencia, que regirían sus destinos fundacionales y dominarían el decurso de su vida política durante toda su historia, fueran un aristócrata –Simón Bolívar– y un peón de hacienda –José Antonio Páez–. La síntesis lograda por Antonio Guzmán Blanco, el primer doctor y académico que alcanzara el generalato, se hizo partido con el liberalismo amarillo.
Las fuerzas del destino impidieron que ese liberalismo echara raíces, truncado por el autocratismo militarista y las tiranías inveteradas de una sociedad enferma. Ramón J. Velásquez lo resume en forma magistral: «El talento político le permitió a Antonio Guzmán Blanco entrar a la historia como el primer universitario capaz de imponerse como jefe del Estado en un país que negó apoyo y desahució las aspiraciones presidenciales de José María Vargas, Antonio Leocadio Guzmán, Manuel Felipe Tovar y Pedro Gual», aunque, no obstante «como gobernante, se mostró también capaz de cometer tantas arbitrariedades como las que pudiera llevar a cabo el más arbitrario de los otros caudillos-presidentes».
No es por ello casual que la crisis de Venezuela, del Estado venezolano y de Acción Democrática vayan de la mano, una sea el reflejo especular de la otra, una la condicionante, otra la victimada. Las graves revelaciones del principal ministro de Carlos Andrés Pérez, el economista Miguel Rodríguez, lo han puesto de manifiesto, pero tampoco constituyen una novedad noticiosa: la victoria de Carlos Andrés Pérez tuvo lugar a pesar del partido al que ya no pertenecía de facto, puso de manifiesto la grave crisis que acechaba a la sociedad venezolana, demostró la autonomía relativa de los electores, movidos por otras aspiraciones que las que los partidos fueran capaces de encauzar. Anticipó, sin siquiera imaginarlo, el quiebre total y definitivo entre la sociedad política y la sociedad civil: cuando esos mismos partidos lo defenestran, en un acto de ceguera política motivada por la mezquindad, el rencor, el odio y la envidia, estaban poniendo la mesa para el asalto del golpismo castro comunista. Que solo la víctima del parricidio lo comprendiera a cabalidad y llamara la atención sobre el suicidio colectivo que su asesinato político involucraba, demuestra su lucidez (que tampoco lo llevó a actuar en consonancia). Así son las tragedias: las víctimas suelen ser sus propios victimarios.
La tragedia personal de Pérez fue alcanzar la cima que separaba al pasado del futuro. Sin ser capaz de decidir el curso de Venezuela ante el boicot y el empeño del establecimiento político. Quien lo decidió, empujando Venezuela al pasado, fueron los notables, su archienemigo Rafael Caldera y sobre todo, como lo revelan los antecedentes hechos públicos por Miguel Rodríguez, sus propios compañeros de Acción Democrática: Luis Alfaro Ucero, Jaime Lusinchi, Henry Ramos Allup. Quienes coronaran al teniente coronel Hugo Chávez y propiciaran volens nolens el desbarrancamiento de Venezuela arrastrada por su secular golpismo militarista. Lo demás es historia.
Quienes asesorábamos a Antonio Ledezma, entonces Alcalde Metropolitano de Caracas, y le acompañábamos en sus aspiraciones presidenciales, aún conscientes de la incompatibilidad entre sus aspiraciones y las de Henry Ramos Allup, tanto o más interesado en el cargo, teníamos perfecta claridad de que tales aspiraciones dependían en gran medida de la aprobación y el respaldo del principal partido opositor. A ello también aspiraba el alcalde del Zulia y militante de Un Nuevo Tiempo, Pablo Pérez, que no encontraba la misma resonancia interna de un líder histórico como Ledezma. Este último, según todas las encuestas, encontraba la aprobación de la dirigencia regional de AD en más de un 80 %. Se hizo vox populi en el seno del partido que el apoyo a su candidatura y el regreso de Ledezma a AD presagiaban el renacimiento en gloria y majestad del principal partido socialdemócrata venezolano para situarlo a la cabeza del renacimiento de la democracia venezolana.
Sin consideración de la estrategia global en la que descansaba el proyecto histórico de Antonio Ledezma –reconstruir al partido como condición sine qua non para reconstruir al país– y anteponiendo los intereses del propio Henry Ramos, que apostaba a su propia candidatura, la dirección de AD, por él dominada, optó por respaldar a Pablo Pérez. Esto se hizo aun en perfecto conocimiento de la incontrovertible superioridad política y humana de quien continúa siendo uno de los políticos de mayor estatura y relevancia en el desencajado escenario nacional. No es del caso revelar los detalles e interioridades de ese turbio capítulo. Pero, sin duda, debiera formar parte de la relación de los sucesos de nuestro inmediato pasado, que como bien afirma Hannah Arendt, debiera ser parte fundamental de la superación de la grave crisis que vivimos.
Tanto o más grave que la corrupción por motivos de enriquecimiento ilícito que pesa sobre los hombros del presidente de AD, son la corrupción moral y política de un partido, sin cuya plena y estelar participación Venezuela difícilmente podrá superar la terrible, la grave crisis que vivimos. Llegó la hora de la verdad.
Antonio Sánchez García es filósofo, historiador y ensayista.
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